Lo vio desde la ventana del aula. Un empujón. El cuerpo pequeño de Lucas tambaleándose, la mochila cayendo al suelo. Nadie se detuvo a ayudarle. Nunca lo hacen. Un par de risas. Una mirada rápida entre dos alumnos. No era su historia, pero conocía el final.
Entonces sintió esa presión familiar instalarse bajo el esternón, como una bola gris, densa, no del todo sólida. No impedía respirar, pero pesaba. A veces provocaba palpitaciones. Otras, se deslizaba hacia el estómago y lo enturbiaba todo. Ese día se quedó ahí, flotando.
Lucas entró al aula sin hacer ruido. Sus pasos eran suaves, apenas se notaba su presencia. La mochila colgaba de un solo tirante. Miró hacia abajo, sin cruzar la mirada con nadie. Parecía querer hacerse invisible. Desde su mesa, ella lo observó en silencio. La clase de Lengua estaba a punto de empezar, y ella esperaba que el día terminara rápido: sujeto, complemento directo, oraciones simples. Nada más.
En la sala de profesores, pensó en comentarlo. Pero no lo hizo. Se sirvió café. Tenía frío. Pedro hablaba de su hija, María de las directrices de la nueva ley educativa. Ella asentía mientras el café bajaba por la garganta, pero la bola gris seguía ahí, intacta, ocupando espacio. Pensaba en Lucas. No era su historia. Ya no.
Aquella noche, corrigió hasta tarde. En uno de los ejercicios, alguien había escrito “quiero ser invisible” y lo había tachado después. No ponía nombre. Dedujo que era de Lucas. Dudó entre marcarlo o dejarlo pasar. Solo lo subrayó, sin comentario.
Al día siguiente, el aula olía a abrigo mojado. Lucas llegó el último. Tenía barro en el pantalón.
—¿Te has caído? —preguntó ella.
Él no respondió. Ella ya sabía la respuesta.
Durante la actividad en grupos, lo dejaron fuera. Nadie dijo que no lo querían. No hizo falta. Bastó con no mirarlo, con no hacerle sitio. El desprecio no grita: se exhibe con una indiferencia atroz. Ella lo reconoció al instante. Era un lenguaje familiar.
Sintió cómo se le tensaban los hombros. La bola gris crecía bajo el esternón. Quiso moverse. Levantarse. Decir algo. Pero no pudo. Se quedó allí, con el bolígrafo en la mano, la vista fija en el cuaderno de notas. Fingía anotar, aunque no escribía nada. La clase siguió su curso, silenciosa y larga.
Cuando sonó el timbre, los alumnos empezaron a guardar sus cosas. Lucas recogía despacio, como si no tuviera prisa por salir. Ella también se movía más lento de lo habitual, ordenando papeles sin necesidad.
Entonces habló.
—Lucas —dijo—. ¿Puedes quedarte un momento?
Él la miró sin moverse. Parecía medir el peligro.
—No estás castigado —aclaró—. Solo quiero hablar. Si quieres.
Se hizo un silencio largo.
—¿Tú sabes lo que es un testigo? —preguntó ella.
—¿Alguien que ve las cosas? —preguntó él de vuelta.
—Sí, eso es. A veces los testigos no dicen nada. No porque no les importe, sino porque no saben cómo. O porque no pueden.
Él la miró. Ella sostuvo la mirada.
—Pero hoy sí —dijo, casi en un susurro—. Hoy he visto.
Lucas asintió, y no dijo nada más. Ella tampoco.
Cuando él se fue, ella notó que la bola gris empezaba, por fin, a disolverse.
Cuando leí este texto en clase de escritura, se hizo un silencio espeso. Costaba respirar. A mí, desde luego. A otros, también.
Hay textos que duelen incluso antes de existir. Y, sin embargo, los escribimos. Nos sentamos frente al folio con esa especie de temblor que no siempre es tristeza, a veces es rabia, otras culpa, otras algo indefinido. Y escribimos. No para cerrar heridas. No siempre. A veces sólo para señalarlas, como quién dibuja el contorno de una cicatriz en la piel. Para nombrar lo que no se dijo en su momento. Para, esta vez sí, ser testigos.
Escribir sobre el daño no es una moda. No es “temática de actualidad”. Que te humillen, que te ignoren, que te borren o te aplasten no es nuevo: es tan antiguo como el lenguaje. Lo que es reciente, quizá, es el permiso. La posibilidad de sacarlo de la esfera íntima y ponerlo en un relato, en una clase, en una página como esta.
Hay quien prefiere otras historias. Las que duelen “bonito”: el amor que no fue, la nostalgia. A mí también me gustan. Leerlas y escribirlas. Pero creo que la literatura no sólo puede si no que debe mostrar lo otro: lo que desgarra, lo que incomoda. No para regodearse en el dolor, sino para decir esto también existe. Esto nos ha pasado. Esto nos sigue pasando.
Y si al leer o escribirlo, algo dentro se recoloca, aunque sea levemente —si la bola gris se vuelve un poco menos densa—, entonces habrá valido la pena.
Gracias por leerme.
Nos vemos entre líneas.
Un abrazo